Agacharte a su altura, mirarle a los ojos, esbozar una sonrisa y hacerle
ver que le entiendes. Todo esto marca una diferencia en la educación de nuestra
infancia.
Almudena Gómez-Álvarez Abajo 17/4/2017
Una
criatura que disfrute de sus años en la etapa de infantil, cuando estos años
están cargados de momentos felices, será una persona sana en el futuro. Los
recuerdos positivos permanecen en nuestra memoria marcando una impronta que
permanece viva en años posteriores. Una criatura que ha vivido ricas
experiencias, acordes a sus necesidades, capacidades y ritmo evolutivo,
que además ha sido querida, amada y respetada por encima de todo, tendrá
mayores posibilidades de ser una persona adulta con grandes capacidades. Si
esto se acompaña con un apoyo mutuo en el grupo de iguales y un respeto
profundo a la libertad individual en un proceso cargado de afecto, estaremos
contribuyendo a hacer de la infancia una etapa plena y feliz. El afecto mueve
el mundo.
Sin
embargo, a pesar de su máxima importancia, a veces se nos olvida la
necesidad de trabajar las emociones en la vida cotidiana y, de manera
sorprendente, en nuestras aulas.
Docentes
y alumnado solemos estar inmersos en una vorágine social de horarios rígidos,
estructuras espaciales de contención, fiestas pomposas, a veces extra
valoradas, todo ello rodeado de contenidos que se dan y se absorben a
velocidades máximas; una rutina diaria en la que la rapidez es lo importante,
donde la eficiencia es sinónimo de una buena labor profesional y en la que la
visibilidad de lo que se hace es lo fundamental, pareciendo así que damos mayor
valor a nuestra profesión docente.
Y
con ello llega el olvido, en silencio, de puntillas… Y nos roba el
tiempo, el nuestro y el de los niños y niñas de nuestra escuela, colegio o
instituto. Nos anula la sonrisa, nos absorbe la mirada, nos quita el abrazo
mañanero, nos arrebata las caricias, las preguntas de si han dormido bien, la
necesidad de saber si vienen con hambre, con frío, con sueño, con alguna
preocupación… Nos extirpa la capacidad de expresar cómo nos sentimos, cómo nos
encontramos… la capacidad de escuchar cómo se siente el compañero, cómo se
encuentra la compañera… las palabras bonitas que nos hacen fuertes, grandes,
insuperables y a las que no se les da importancia. Y sin embargo, serán dichos
recursos los que propiciarán que esos niños y niñas en un mañana sean personas
amables, alegres y, sobre todo, que sean y se sientan queridas.
Inmersos
en la rutina escolar olvidamos dedicar momentos y espacios a dialogar con
los niños y niñas sobre lo que piensan, pero sobre todo sobre lo que
sienten. En la sociedad actual está demostrado que existen problemas de
socialización, que las personas sufren de estrés, de ansiedad y que se crea
depresión y malestar en uno mismo y con los otros. A veces, según expertos en
el tema, estos problemas vienen por carencias en la expresión de las emociones.
Las emociones que no se nombran, que no se expresan, que no se gestionan
se quedan dentro y se comen poco a poco la alegría y a uno mismo.
En
la escuela, donde los niños y niñas son pura esencia emocional, debemos
permitir que estas capacidades afloren y se fomenten. Y esto no solo se realiza
poniéndoles nombre en una hora del currículo, sino sintiéndolas y expresándolas
con la máxima expresividad para que nos empoderen. Y cuando decimos esto nos
referimos tanto a emociones consideradas bonitas como la alegría, la sorpresa,
la ilusión… como a las no tan bonitas, pero igual de necesarias, como la tristeza,
la desesperanza e, incluso, la rabia. No hay que culpar a la criatura ni
hacerle ver que hay emociones buenas o malas, hay emociones y deben de
vivirlas, saborearlas y expresarlas en todo su esplendor guiándoles para
entenderlas y gestionarlas en beneficio suyo y de otros y otras.
¡BASTA!
Paremos el tiempo. Llenemos el aula de momentos de encuentros: riamos
con nuestros niños, abracémonos con nuestras niñas, hablemos con nuestros
cuerpos, nuestras miradas, nuestras sonrisas y nuestras palabras. Gritemos,
saltemos, corramos, brinquemos solos/as y acompañadas/as en todas las
situaciones en que sea posible, muchas más de las que les otorgamos si elegimos
enfoques metodológicos que permitan la actividad libre y espontánea. Vivamos el
tiempo de Educación infantil como solo podemos hacerlo en la infancia y más
allá si queremos: con intensidad, con un paraguas de amor.
En
pos de los contenidos dejamos en el cajón los afectos
abrazados a sentimientos y emociones. Abramos este cajón, dejemos que salgan,
que llenen nuestras aulas y hagamos que sean el motor de cada día.
Almudena
Gómez-Álvarez Abajo. Plataforma por la defensa de la Etapa de Educación
Infantil 0-6 años
Estoy totalmente de acuerdo con este artículo. Es muy importante desarrollar la educación emocional desde la etapa ya de infantil, desde el primer ciclo. Ya que a pesar de los pensamientos erróneos de algunas personas de que en ese momento los niños y niñas tienen una edad en la que no les influye tanto como se les trate, es conveniente que se trabajen las emociones.
ResponderEliminarPor ello es primordial que ya desde bebés se les trate siempre bien, en un clima de afecto y confianza que les transmita seguridad y bienestar emocional.
Hay que recalcar que muchos de los problemas emocionales que tienen las personas adultas vienen por una mala educación emocional. Problemas como la baja autoestima se van formando a lo largo de la vida por los reflejos que las demás personas tienen de nosotros mismos.
Por todo esto, es necesario desarrollar la educación emocional, no sólo en el aula, sino también en el hogar. Dedicando tiempo a los niños y niñas y enseñándoles a mostrar sus emociones y saber interpretar las de los demás, así como ayudarles a autorregularse.
Estoy de acuerdo con lo que dice el artículo, no debemos de olvidarnos de la educación emocional en las aulas ya que las emociones nos acompañan durante toda la vida.
ResponderEliminarComo futuros docentes debemos de educar para la vida y para la salud y muchos problemas de la edad adulta se deben a una mala educación emocional, por ello es muy importante aprender a autorregular nuestras propias emociones y las de los demás.